26 Urr Una ciudad muchos mundos
Cuando era pequeño y bajaba los domingos a la Plaza Nueva a cambiar cromos, pensaba: «Cuando sea mayor quiero vivir aquí, en el centro de todo». También me acuerdo de ir a calzados La Palma. Te atendía un montón de gente vestida con bata blanca y te daban un globo que se sujetaba flotando con un alambre. Hace poco, tras años de agonía, tuvieron que cerrar, con parte de aquellas mismas trabajadoras manifestándose en la puerta… Resulta facilón pensar que no supieron adaptar a los tiempos su modelo de negocio. He oído decir que ahora ahí igual ponen un show room de IKEA… No se cuanto de cierto hay en ese rumor. Comercios locales sustituidos por sucursales bancarias o cadenas comerciales, el sector textil sustituido por el de telefonía, sustituido por el de objetos de regalo y souvenirs. Y todo ello sustituido en gran medida por bares, restaurantes, hoteles y pisos turísticos. Y sobre todo terrazas. ¡Muchas terrazas! ¿Cuántas terrazas puede soportar un barrio?… A veces me sorprendo a mi mismo como Mr. Snoid, dando patadas a sillas de terrazas que obstaculizan mi discurrir cotidiano. Hace poco, un amigo ha abierto un bar en la Plaza Nueva y también me he sorprendido a mi mismo deseando que le diesen licencia para poner su cacho correspondiente de terraza, porque si no el bar no le iba a funcionar. Y luego además, está esa gente que te pregunta: «¿Qué pasa, no te gustan las terrazas? ¿Tu nunca te sientas en ellas?» La pregunta trampa, aquella que lo lleva todo al plano individual, al “la culpa es de todas”, impidiendo, no solo diferenciar los distintos planos de competencia y responsabilidad existentes, sino intentando desactivar las posibilidades de análisis y proposición colectiva de alternativas.
Fui creciendo y pasé muchas horas en las calles del Casco Viejo. Aún echo de menos el Gaueko. Y el Gaztetxe en Banco de España. Lloré de impotencia cuando lo desalojaron. Aquellas manifestaciones multitudinarias y corear lo de «¡No estamos todas, falta el esqueleto!». Muy parecido a lo que sentimos cuando desalojaron y derribaron Kukutza veinte años después. En Banco de España, de la mano de la bbk, pusieron el Aula de la Experiencia de la EHU. El hueco que dejó Kukutza todavía hoy sigue vacío. Hace unos años, alguien, una noche, hizo una pequeña gran acción simbólico-reivindicativa y sobre las vallas que circundan el solar, rotuló en gran tamaño el logo del Azkuna Zentroa. Un irónico juego aludiendo al centro cívico-cultural de nueva generación, que comenzó llamándose Alhóndiga, para pasar después a denominarse en honor del que fue mejor alcalde del mundo. Aquel alcalde que en pleno conflicto sobre el desalojo de Kukutza, dijo una de esas frases que, en su aparente simpleza, desvelan todo un sistema de pensamiento y acción política: «El Ayuntamiento tiene que defender la propiedad privada».
También eran tiempos de violencia. La lacra con la que crecimos en mi generación. La violencia como algo normalizado y justificado. Casi todos los fines de semana batallas campales, barricadas ardiendo, cargas policiales… Mucha gente amenazada que estuvo años sin poder entrar al Casco Viejo incluso con escolta. Parece que hemos superado esa etapa, que algo hemos madurado como sociedad. O quizá es que ahora la violencia es de otro tipo, más sorda. La violencia del capitalismo neoliberal. El fascismo blando al que no se le aplica a Ley Antiterrorista sino que se le cede el espacio público para que despliegue sus armas de seducción, a base de entretenimiento, consumismo y endeudamiento. Y en medio de todo eso… las trabajadoras culturales. Autónomas y desarticuladas. Precariado sin conciencia de clase. ¿Por (in)consciencia o por incapacidad? Sea como sea, el eslabón tan útil como fácilmente reemplazable de la cadena. Antes, si tenías un grupo te plegabas a tocar delante de la pancarta de las Gestoras Pro Amnistía (o no tocabas). Ahora, te pliegas a tocar sobre el escenario de Heineken, Vodafone o el patrocinador de turno (o no tocas). Puede que en realidad, nada haya cambiado tanto. Si desobedeces puede ser tu last tour, tu carrera puede verse gravemente afectada.
Por esos años también llego el Guggenheim… El buque insignia del capitalismo experiencial globalizado. ¡Quedaba inaugurado el nuevo Bilbao! El Bilbao que será el de las soluciones urbanas, las obras civiles como la regeneración de la ría o el metro, los servicios avanzados, el conocimiento, las industrias 4.0. Ese Bilbao tan limpio, cómodo e incluso bello, que a todo el mundo le gusta mucho más; y que ante cualquier crítica, te pone en el disparadero y te ataca con otra de esas estúpidas preguntas tipo «¿A ti te gustaba más antes cuando estaba sucio y contaminado?». El Bilbao de la cultura como recurso, como instrumento de atracción y generación de valor simbólico, monetizable a partir de visitas turísticas, pero sobre todo, por la generación de visibilidad y relevancia internacional. La marca BILBAO. El efecto Bilbao, un caso de éxito estudiado en universidades de todo el mundo. Eso que tantas otras ciudades han tratado de imitar poniendo en sus planes y presupuestos un museo de autor y/o un museo franquicia. Un museo… o muchos, como hace ahora Málaga. Es la batalla por la atracción, la competición entre ciudades marca. Una carrera sin frenos y a lo loco, como aquellas Renault World Series con bólidos atravesando a todo trapo el Bilbao de 2005. Una ciudad que ya desde lo público se ponía a completa disposición del evento, desde una concepción de escenario televisable y circuito para el flujo acelerado de acontecimientos. Una ciudad mercantilizada, con instituciones empresarializadas, al servicio del espectáculo industrializado, cuya vida social está completamente mediada y condicionada por un capitalismo, que todas, en mayor o menor medida, tenemos interiorizado y naturalizado. Una ciudad entendida como escaparate publicitario, en la que allá donde mires hay un anuncio: banderolas en las farolas, grandes lonas en fachadas, mupis en estaciones y marquesinas, los propios medios de transporte como soporte…
Hace ya más de 13 años que vivo en el Casco Viejo, al lado de la Plaza Nueva. Sí, ahí, en el centro de todo. Muchas veces me viene a la cabeza una de mis obras de arte favoritas: una gran pancarta de Juan Pérez Agirregoikoa colgada en el centro del atrio del Museo Guggenheim, en la exposición Chacun à son goût (Todo a su gusto), con la que se celebraba el decimoquinto aniversario, no solo del Museo, sino de esta nueva era. La pancarta planteaba un desasosegante interrogante: «¿HABÉIS CEDIDO A VUESTROS DESEOS?». Y sí, en este tiempo he ido viendo como la tendencia de lo eventual y turistizado ha ido ganando terreno, acompañada de los circunstancialmente favorables efectos del cambio climático, que nos han traído una verdadera Euskadi Tropikal. Al principio era algo puntual que despertaba hasta cierta simpatía. Luego empezaron a aparecer por grupos. Y en los últimos 5 años la cosa se ha desbocado. Parece que se han dado las condiciones para “la tormenta perfecta”: la relación catalítica cada vez mejor engrasada entre tour operadoras a la búsqueda de nuevos destinos que esquilmar, instituciones públicas desesperadas por encontrar nuevos modelos productivos, y el sector empresarial del turismo cual monstruo de múltiples cabezas. El Casco Viejo es ya pasto de la visita guiada y la experiencia paquetizada. Aun no ha llegado, pero se vislumbra un posible colapso de la vida cotidiana. Ya resulta complicado ir por algunas calles con el carrito de la compra. La Calle Correo habitada por compradoras, rebaños de turistas y algunas vecinas que corremos el riesgo de convertirnos en meras figurantes. Y estatuas humanas. Me gusta especialmente una que representa a un camarero resbalando estrepitosamente, tratando de al caer mantener equilibrada su bandeja. Un artificio estructural permite al intérprete mantener fijado ese instante del accidental volatín. Si le echas una moneda, alegremente modifica la posición para representar otro frame de la caída (una metáfora perfecta de hacia dónde nos encaminamos). También están los músicos callejeros. Uno ya histórico es Pascual. Él ya cantaba aquí mucho antes de que llegasen los turistas. Llegó incluso antes que la ola de inmigración extranjera. Hay quienes le conocían como “el negro de Bilbao”. Tal es así, que es quien hace de Rey Baltasar en la Cabalgata. Uno de los temas estrella de Pascual es el What a wonderful world de Louis Amstrong. Imaginaos, día a día, año tras año, atrapadas en un mundo maravilloso que deviene en pesadilla. Como Bill Murray en Atrapado en el tiempo, pero sin aparente mejora.
Pero por suerte, además de esta ciudad del encantamiento diferencial, más allá de la luminosa y brillante sombra que se extiende, en este mismo Bilbao existen otras muchas ciudades. Una ciudad muchos mundos, como ese programa artístico que desarrollan las amigas de Intermediae. Ciudades en las que conviven -o cuando menos cohabitan- distintas realidades. Realidades que no están separadas de esa ciudad hegemónica, sino que contribuyen a configurar un conjunto complejo, poliédrico y mutante. Una ciudad de ciudades que es una amalgama unida por puentes, membranas, grietas, intersticios o espacios transicionales, que configura un ecosistema, que pese a quien pese, no es fácil homogeneizar y dominar. Una amalgama unida sobre todo por PERSONAS, que se afectan unas a otras, que se saben interdependientes, que son parte de un sistema social relacional, en el que el mutualismo y lo simbiótico se encuentran en pugna con el extractivismo y el parasitismo. Personas que tratan de mantener el mimo, que intentan valorizar la dimensión de los cuidados, que se esfuerzan por reaprender a compartir y cooperar. Personas que entrelazan sus propias redes, intercambian experiencias, coproducen situaciones, disfrutan juntas, se comprometen colectivamente. Personas que son más fruto de habitar y encarnar sus conflictos, contradicciones y anhelos, que de fortificar sus certezas. Personas que reclaman a sus instituciones una mayor colaboración público-social y que se ocupen más de mantener la biodiversidad en lugar de potenciar monocultivos. Personas, que quizá mientras hoy termino de escribir esto, estén acudiendo a uno de esos conciertos indies celebratorios de los MTV Awards, pero que también quizá, luego, al volver a casa, puedan perderse a la deriva y conocer así algunos de esos otros Bilbaos, extraños, palpitantes, donde la pura vida aun es posible.
Acabo reinterpretando el chiste: «¿Me da un mapamundi de los mapamundis de Bilbao?».