27 Urr VIVIR SIN CIUDAD
Son pocas las circunstancias capaces de alterar de manera inmediata y global la forma de habitar en todo el planeta. El 11 de marzo de 2020 se produjo una de ellas: la OMS declaró que la COVID-19, la enfermedad respiratoria causada por el virus SARS-CoV-2, era una pandemia. Los gobiernos reaccionaron aplicando gran cantidad de protocolos de seguridad que se implantaban con diferente grado de intensidad y restricción incluso entre diferentes zonas de un mismo país, pero sin duda la medida de mayor impacto y la más generalizada fue la obligación de confinarnos en nuestras casas.
Inevitablemente tuvimos que cambiar la manera de habitar nuestras viviendas y nuestras ciudades, porque el espacio de relación se redujo a nuestro espacio doméstico. La calle, que prácticamente no pisamos en varios meses, ya no era el lugar de intercambio, de relación ni de soporte de nuestras actividades ciudadanas. La casa se convirtió en el lugar donde todo debía pasar, se le pidió seguir resolviendo todas las necesidades domésticas y, además, domesticar actividades que hasta ahora las realizábamos en el espacio público o fuera del entorno privado.
Se abría una situación completamente nueva donde, de repente, la única interacción social física sólo la podíamos realizar con las personas con las que convivíamos. Supuso pactar horarios para las nuevas rutinas que se desarrollaban en los espacios compartidos de la casa. Las nuevas actividades se realizaron gracias a la recolocación de los muebles y objetos con lo que las habitantes interrogaban y ponían a prueba los límites perceptibles de su espacio físico. Se redefinieron así los límites de lo doméstico, proyectando la casa al exterior e interiorizando lo urbano simultáneamente.
En la calle desaparecieron los turistas, se detuvieron las actividades de ocio y el consumo continuado. El comercio local y de proximidad se vio muy seriamente amenazado y durante meses las ciudades borraron su planta baja. Las diferentes administraciones incrementaron las medidas de control, implantando prohibiciones que, a pesar de ser en muchos casos ambiguas e interpretables, impidieron a la ciudadanía relacionarse y seguir disfrutando de su derecho a la ciudad. Pero antes del confinamiento ya nos encontrábamos en una dinámica de sobre-regulación del espacio público.
Por el contrario, lo que debe ser intensificado no son las políticas de control sino el sentimiento de comunidad, de respeto y las redes vecinales de apoyo mutuo a través de plataformas que fomenten la organización social. La capacidad de autogestión y apoyo vecinal durante estas semanas quedó demostrada en muchos lugares, donde vecinas y vecinos se organizaron para ayudar a gente mayor que no podía salir a la calle, a trabajadores informales, o a personas que habían perdido su trabajo, en muchos casos con núcleos familiares asociados, que necesitaban apoyo urgente tanto alimentario como económico.
La intensificación de la convivencia en muchos casos supuso un incremento de la tensión entre los inquilinos. Esta circunstancia era especialmente grave en el caso de las mujeres víctimas de violencia machista, para ellas la casa se convirtió en una cárcel; el confinamiento encerró al maltratador con su víctima.
La medida más efectiva para contener la propagación del virus se basaba en la supuesta existencia de una vivienda digna donde confinarse. Sin embargo, sirvió para evidenciar que las grandes desigualdades sociales se traducían directamente en la precariedad con la que algunas personas tuvieron que afrontar este confinamiento. Su infravivienda demostraba la desconexión absoluta entre un supuesto derecho básico al alojamiento digno y una realidad donde la vivienda es un bien de mercado, sometida a una enorme presión especulativa y que, en ningún caso, tiene como prioridad garantizar un techo digno. Nos sirvió también para comprobar cómo nuestras viviendas se habían construido en base a sucesivas normativas y planeamientos que no habían incentivado la generación de espacios desjerarquizados en función y en género, impidiendo un uso más plural y posibilista de los diferentes ámbitos de nuestra casa. Comprobamos como espacios que no tienen rédito económico dejaron de construirse a pesar de sus enormes beneficios ambientales y cualitativos: terrazas, galerías y balcones han ido despareciendo paulatinamente de nuestras ciudades cuando más necesarios eran. Normativas que fueron eliminando progresivamente espacios intermedios que permiten un control del gradiente entre lo doméstico y lo público y un control pasivo del confort.
El confinamiento derivado de la pandemia del COVID-19 ha sido una situación excepcional a escala global en la que hemos podido experimentar lo que está por venir. Por múltiples circunstancias tenderemos a pasar más tiempo en casa. La población está envejeciendo, con los problemas de salud y disminución de las capacidades físicas derivadas. El teletrabajo inevitablemente se normalizará, con su parte positiva en lo referente a su potencial productivo o su capacidad para reducir la movilidad en ciudades saturadas y con la parte negativa de recortar derechos laborales. Los centros docentes y culturales ofrecerán cada vez más contenido virtual. La edad de emancipación de los jóvenes se está retrasando y los mayores comparten vivienda con las familias de sus hijos. Y muchas otras situaciones imposibles de predecir, que se suman a la evidencia de las ya detectadas, siendo necesario abordarlas mediante políticas capaces de articular las estrategias económicas y legislativas necesarias.
COMPLETAR LA CASA
Tenemos la oportunidad de evaluar la respuesta que nuestras ciudades y nuestras casas dieron a las nuevas circunstancias que pudimos experimentar durante el confinamiento. Se demostró la necesidad de proponer urgentes soluciones de mejora. La casa suplió a la ciudad, para ello tuvo que multiplicar sus usos y reclamar nuevas oportunidades para dispersarse sobre los espacios comunitarios y públicos. Una ciudad pensada desde lo doméstico hacia lo urbano, proyectada de dentro afuera, en un trayecto donde el sujeto y la comunidad son el centro de todas las decisiones, una ciudad donde todo es vivienda.
Durante el confinamiento la calle se pacificó, percibimos un exterior más amable, más limpio, más silencioso. La casa se pudo volcar en ella, siendo para muchas personas la única válvula de escape de un interior mínimo y claustrofóbico, pero de vuelta a la “normalidad” vuelve a ser un lugar agresivo del que la vivienda quiere huir. Conocida esta situación queremos seguir disfrutando de ella, no podemos caer en la trampa ni el error de pretender que la vivienda interiorice la respuesta a todas las situaciones. Pensar en la vivienda lleva implícito considerar su prolongación en el espacio público, es imprescindible seguir reclamando que la ciudad sea el lugar que complete la casa.